Ahora voy a ponerme seria. Casi todo lo seria que soy capaz de ponerme. Dicen quienes entienden de ello que el lenguaje es una de las principales características del ser humano, que la especie evolucionó entre otras cosas gracias a él, que no solo pensamos sino que imaginamos con palabras y que ellas conforman nuestra concepción de la realidad. Las palabras contienen una carga emocional que quien escucha procesa involuntariamente.
A su vez, está ampliamente comprobado que en las diferentes sociedades y culturas, desde la época antigua hasta la actualidad, los estilos comunicativos asociados a lo masculino y a lo femenino difieren. Los tonos y el volumen de la voz, o los gestos que la acompañan, se asocian a roles y comportamientos que se consideran propios de hombres o mujeres, pero que van cambiando conforme esas sociedades se transforman. Cambian con el tiempo, con el lugar, con la clase social…Un mismo comportamiento se valora de forma distinta según su procedencia.
Me crié hasta los 5 años en un edificio en el que solo había niños. Un montón de niños de mi edad y yo. Así que jugaba con indios y vaqueros de plástico de esos que nunca se quedaban de pie, corría, saltaba y hacía travesuras “de niño”. Tenía una hormigonera amarilla que mi abuelo me había traído de un viaje a Madrid- una niña feliz con una hormigonera hace casi cincuenta años. Yo venía feminista de serie, creo-. ¿Sabéis el mayor insulto que mis vecinos se decían entre ellos? Corres como una niña. Pegas como una niña. A mí nunca me dijeron que pegaba como una niña. Yo era bruta. Solo porque pegaba, corría y hacía lo mismo que ellos, pero siendo niña.
Una voz suave, atributo femenino por excelencia en algunas sociedades, puede servir para denigrar a un hombre que presente la misma característica. Por lo tanto, los estilos comunicativos no son únicos ni estáticos. El lenguaje que se usa para comunicar, tampoco.
¿Quiere esto decir que todas las mujeres, o todos los hombres, nos comunicamos o hablamos igual? No.
Quiere decir que las sociedades construyen moldes en los que se nos intenta encajar y que nos trasladan, como paquetes en una mudanza, allá donde dice la etiqueta que deberían colocarnos al llegar a destino. Tú al despacho, tú a la cocina, tú al dormitorio, tú al baño, tú al contenedor de desechos orgánicos. La manera en la que nos recolocamos si pensamos que “no nos corresponde la etiqueta que nos han asignado” es otra historia.
Y hablando de reconocerse, o no, en las etiquetas que se nos asignan. Hemos hablado de hombre y mujer, pero ¿qué dice el diccionario de transgénero? Nos da un aviso: “No se ha encontrado ningún lema coincidente con transgénero”. Lo que no se nombra, no existe y hay realidades que nos empeñamos- como sociedad- en no nombrar para no ver.
Leyendo hace años sobre lenguaje y sociedad también aprendí que hablar un idioma u otro, explicarnos nuestro mundo en un orden- sintáctico- determinado, influye en las necesidades que priorizamos o en los valores que anteponemos. ¿No es prácticamente imposible hablar bien un idioma sin conocer la cultura de la que forma parte? ¿Nos parece un dato irrelevante?
Para contrastar tan sesudas investigaciones, siempre acudo a mi práctica vital y la de mis compañeras. Y apelo ahora a la vuestra.
De todas las situaciones de sexismo cotidiano (la violencia física en todas sus modalidades, la desigualdad económica, la brecha salarial, la sobrecarga física y emocional que suponen las dobles y triples jornadas, los anuncios que tratan a las mujeres como objetos, el techo de cristal…) el lenguaje es, quizá, según mi experiencia, lo último que se incorpora a la sensación de incomodidad que supone ser consciente de cómo no tenemos las mismas oportunidades reales que la otra mitad de la población.
Son muchos los espacios en los que la desigualdad se manifiesta, lo que puede llegar a paralizarnos o hacernos arder de rabia. No sucede con tanta claridad en la estructura del lenguaje. Estamos tan acostumbradas a estar ocultas en el mecanismo que genera el marco simbólico de la presencia que apenas percibimos estar ausentes en el de la palabra. Resistencias patriarcales hay muchas, pero, puesta a elegir, la que más rechazo provoca, sin duda, es hacer notar el sexismo en la comunicación, en general, y en el lenguaje (verbal, iconográfico, simbólico) en particular. La asimetría en las conversaciones, en los libros de texto, en la prensa, en el tratamiento de las noticias, en la publicidad. El lenguaje es el molde con el que configuramos nuestra concepción del mundo y el que entregamos a las generaciones venideras.
También resulta curioso comprobar cómo cada vez que este tema sale a relucir, en conferencias, cursos, talleres o conversaciones, es el que produce reacciones más enconadas.
Hablo de lenguaje inclusivo y las caras son un poema. Las manos que no se han alzado nunca, se levantan. Hombres diciendo que exageramos. Hombres contándome que el masculino genérico nos incluye, como si no nos hubiéramos enterado. Ahí es donde sale mi vena más sarcástica y me dan ganas de decir: “¿De verdad? Ay, gracias. Voy a recoger mis papeles y me vuelvo a casa, ¿en qué estaría yo pensando?”.
No hay fallo. Da igual que sean lingüistas con experiencia que gente que suspendió lengua, gramática, ortografía y todos y cada uno de los dictados que hicieron en su etapa de escolarización. Todo el mundo, experto o no, tiene una opinión que considera válida sobre por qué no tendríamos que pedir que se nos nombre. Hombres diciendo que para qué. Mujeres diciendo que ellas sí se sienten incluidas en el masculino genérico. Y obteniendo la aprobación, a veces silenciosa y a veces con aplausos y ruiditos, de sus compañeros de asiento, de clase o de sala.
Los hombres siempre nos creen tan inteligentes cuando les damos la razón…
En nuestra lengua, y en muchas otras, hay una sobrerrepresentación de lo masculino como neutro, de lo humano, de lo público, y una sobrerrepresentación femenina como eje de lo particular, de la excepción, de lo privado. Es normal porque es reflejo de las sociedades que construyen el lenguaje. No es culpa del idioma, no es culpa del español.
Escuchamos muchas veces que el español no es sexista, y no lo es.
Pero la Academia que limpia, fija, y da esplendor a ese idioma sí lo es. Quienes la componen también lo son. Y su ideología, machista, barniza el diccionario de la cabeza a los pies. Dicen que como muestra un botón. Aquí va parte del muestrario: Félix de Azúa, académico de la RAE, decía en 2016 en una entrevista en Vozpópuli: “Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado. […] ¿Qué entenderá por misoginia una mujer que apenas tiene estudios?[…] como muchas otras de su especie, no es feminista, es mujerista”. 2016. Por añadir un apunte, mujerista no está en el diccionario.
José María Merino, en 2018, con un clásico renovado: “La RAE no es machista ni poco feminista[…] Me hace gracia que se le acuse de poco feminista o sexista cuando realmente en los últimos años está demostrando que tiene una visión totalmente abierta por encima de la condición sexual. Y esto se puede demostrar con repasar los últimos diez años de personas que han accedido como miembros”.
Repasemos los diez años de los que habla, de 2008 a 2018. En ellos ingresaron trece hombres y seis mujeres a una institución que tenía previamente veintitrés hombres y dos mujeres. Una gracia, sí. Eso sin detenernos demasiado en que las “personas que han accedido como miembros” es lo mismo que “mujeres que han accedido” o habrían dicho simplemente “los miembros que han accedido”. Una forma de hacer genérico lo que habría podido ser exclusivamente femenino.
Javier Marías escribe domingo sí domingo también contra “el mal entendido feminismo”, que a saber cuál es. Uno de los extremos llegó con un artículo titulado “Barra libre” en el que proponía a los hombres evitar a las mujeres por miedo a ser acusados en falso. “La idea de que las mujeres no mienten, y han de ser creídas en todo caso (como hace poco sostuvo entre nosotros la autoritaria y simplona vicepresidenta Calvo), se ha extendido lo bastante como para que muchos varones prefieran no correr el más mínimo riesgo”. Cierto que sus artículos son de opinión, pero ¡menudas opiniones!
Mario Vargas Llosa, otro académico, decía en una entrevista en El País, que “ahora el más resuelto enemigo de la literatura, que pretende descontaminarla de machismo, prejuicios múltiples e inmoralidades, es el feminismo”. No son declaraciones del siglo XX, son de marzo de 2018.
He dejado como muestras finales las del más arrebatado defensor de la palabra más grotesca acuñada por el machismo: feminazi, que ya definía en Twitter el 4 de marzo de 2012 como “talibana ultrarradical del feminismo, habitualmente dogmática, fanática y subvencionada por un gobierno o autonomía”. Es el mismo que dijo en 2018 en la Feria del Libro de Buenos Aires: “Hay un feminismo serio, respetable, y otro que es un apéndice marginal” No es otro que Arturo Pérez Reverte, que en 2018 amenazó con dejar la RAE si se aceptaba la revisión del lenguaje de la Constitución Española para hacerlo inclusivo.
Hay que hacer un profundo acto de fe para creer que cuando estas personas realizan su trabajo en la Academia, su forma de ver el mundo no interfiere. La diferencia para comunicar de forma inclusiva no está en ser o no machistas, sino en ser o no conscientes de ese machismos y, una vez nos hemos dado cuenta, en hacer algo para corregirlo, evitarlo, no reproducirlo.
Esos tres sencillos pasos son los que la gente se niega en redondo a dar. Porque el lenguaje, lo queramos o no, lo sepamos o no, nos construye como personas. Pensamos con palabras, imaginamos con ellas. Nuestra forma de hablar es como nuestra huella digital.
Por eso, desde el feminismo no pretendemos imponer una forma de hablar, como tantas veces se nos recrimina. Yo, al menos, no quiero imponer una forma de hablar. Quiero dar a todo el mundo la oportunidad de reflexionar, con palabras, sobre su forma de estar en el mundo. Sobre su forma de construir el futuro, también mediante la palabra.
No podemos esperar a que nos nombren solo cuando toca. Aunque pueda parecerlo, nombrarnos no es un problema de mujeres, sino un problema social. Ese es el cambio de paradigma que necesitamos para acelerar la consecución de sociedades no discriminadoras: dejar de considerar que esto es cosa de mujeres para entender que una sociedad que discrimina al 50,9 por ciento en 2018 de sus integrantes es insana para el 100 por ciento de quienes la componen.
La comunicación es, como la sociedad que refleja, muy sexista. Es un continuum de una forma de ver el mundo en la que lo masculino es lo universal y lo femenino la excepción. Por ejemplo: ¿escuchas muchas veces decir fútbol masculino? (y quien dice fútbol dice casi cualquier otro deporte). No, tenemos fútbol y fútbol femenino: aunque si el deporte es el fútbol, lo normal sería añadir siempre masculino si juegan hombres o femenino si juegan mujeres. Otro ejemplo: “Una mujer abogada…” (y podéis sustituir abogada por científica, médica, jueza o lo que sea). ¿Habéis leído muchas veces “una reunión de hombres abogados, médicos o barrenderos”? El subconsciente nos traiciona una y otra vez. En todos los medios y a diario. ¿Exagero? Tres titulares:
*“Las mujeres escritoras serán las protagonistas de la Feria del libro de Alicante”. Diario Alicante Plaza, 24 de marzo de 2018.
*“Mujeres escritoras: nunca más invisibles”. ABC Cultura, 16 de octubre de 2018.
*“Una conferencia en Redondela aborda las mujeres escritoras y su papel a lo largo de la historia”. El Faro de Vigo, 14 de marzo de 2019.
¿Qué hay de extraño en estos titulares? A la de una, a la de dos, a la de tres. ¡Exacto! Sobra ese “mujeres”. Si son escritoras solo pueden ser mujeres. ¿Por qué señalar la excepcionalidad? Es más, tendría que usarse la puntualización y decir “hombres escritores” cuando hay escritores y solo se refieren a hombres, dado que es el único caso en el que su posible uso como genérico conlleva ambigüedad.
Por ejemplo, cuando se escriben titulares como “Los 15 mejores escritores españoles” y al leer el contenido vemos que solo hay señores en la selección, ¿se referían a escritores como genérico y son las quince personas que mejor escribieron? ¿O se referían solamente a los hombres, por lo que suponemos que habrá otra lista de las quince mejores escritoras?
Vivo sin vivir en mí, decía Teresa de Jesús. Como tengo ocurrencias para todo, propongo- mientras la gramática oficial no nos permita otros usos más creativos- que a partir de ahora, si nos referimos a mujeres, usemos el femenino. Si hablamos solo de hombres usemos siempre el añadido “hombres” o “masculino”. Y solo usemos el supuesto masculino genérico cuando haya unas y otros. Cero ambigüedad.
En los últimos tiempos se ha puesto muy de moda el anglicismo mansplaining para referirse al paternalismo de siempre, en plena vigencia todavía, especialmente en las redes sociales. En otras palabras, sería algo parecido a decir “como tú no sabes de fútbol no hables de fútbol, pero como yo tengo sexo y género puedo decirte qué es sexismo y qué no y qué es discriminación verdadera y qué no”. Da igual que seas experta mundial. Otra versión más tradicional es el “yo a las mujeres las adoro porque tengo madre, hermanas e hijas”. No me adores, respétame porque soy una persona, no por mi relación con nadie.
¿Tiene esto algo que ver con el lenguaje inclusivo? Puede que no exactamente con el lenguaje, pero sí con la comunicación. Como desgrana magistralmente la socióloga Mary Beard en su manifiesto Mujeres y poder, hay una práctica cultural ancestral en Occidente que consiste el silenciar la voz de las mujeres. Y cuando nos hacemos presentes en la esfera pública, no molesta tanto lo que decimos como el hecho de que lo digamos.
Podéis hacer la prueba. Cuando escuchéis quejas contra el lenguaje inclusivo, pensad qué molesta, si lo que decimos o el hecho de que lo estemos diciendo.
El aspecto más positivo, hoy, de encontrarnos cara a cara con esta frustrante realidad es la posibilidad de crear y compartir conocimiento. Las mujeres hemos estado apartadas del saber sistemáticamente a lo largo de la historia. Si a los generales mesopotámicos o egipcios los borraban de las estelas si perdían una batalla, a nosotras nos siguen ocultando tras múltiples argucias. Por eso, estar presentes, ocupar las redes, nombrarnos, hacer genealogía, hacer oír nuestra voz sin permiso de nadie es una herramienta extraordinaria que animo a utilizar en todas las mujeres, del mismo modo que invito a los hombres a los que el sistema pone el altavoz, sin pedirlo, a posicionarse sin condiciones a favor de la igualdad. No por nosotras, sino por el bien común.
Nombrar es un acto creador; no nombrar, de aniquilación.
El lenguaje es un factor de identidad y un sistema de símbolos que nos unen y cohesionan con la comunidad que los comparte.
Una lengua constituye un cuerpo cambiante que se adapta para seguir cumpliendo su función y que, por más que alguien se aferre a la tradición para justificar su inmovilidad, no deja de transformarse ni un solo instante. El lenguaje no es algo acabado, cerrado, constante, invariable ni terminado.
En las primeras etapas del desarrollo humano, una de las primeras palabras que reconoce cualquier bebé es su nombre. Elegir un nombre es el primer acto de amor para una criatura que nacerá y de la que ni siquiera se sabe el sexo. Elegimos uno si es niño y otro distinto si es niña y evitamos los que pueden usarse para ambos sexos para que después “no haya líos”. Si en un primer momento tenemos tan clara la necesidad de nombrar de forma específica, ¿qué nos pasa después para empezar a confundirlo todo?
Supongo que si el lenguaje realmente nos conforma de un modo tan íntimo, es difícil revisarlo sin revisar nuestras creencias y ahí, queridas y queridos, con el patriarcado hemos topao.
(María Martín. Ni por favor ni por favora. Ediciones Catarata. Madrid. 2019)